La costa tintineante - Marcel Surcouf
Ya es de mañana, huele a ron trasnochado, a corsés desgastados, a medias rotas, a sudor, a pelea de taberna, “-clink-”, a “oye guapo son veinte monedas de plata” y a moho, y tablas viejas crujiendo, “-clink-”. Un trago de ron para bajar el sabor a labios desdichados, ponerse las botas. “Mierda, el barco zarpa después del amanecer”, “-clink-”. “Mierda, ¿Dónde está la camisa?”, ahí, sobre el espejo, “-clink-”. Mírate los ojos, no seas cobarde, no la ignores, te ha acompañado siempre. Desde el día que entre barro, gritos y sangre llegaste al mundo y hasta el día en que entre barro, gritos y sangre la dama oscura te reciba, “-clink-”. Cinturón, botas, dagas, sombrero, máscara, “-clink-”, “adiós preciosa”, pistola, monedas, camisa, “son veinte, regresa cuando quieras guapo”, la botella, andando, “-clink-”.
Salgo a las calles del muladar que es Grillete. Que no te vean a la cara, ponte la máscara mejor evitar explicar, ahí los llevan en fila, “-clink-”, “-clink-”, “-clink-”. Corre el barco te deja, barro, más barro, “imbécil, mira por donde vas”. Un trago, otro trago, uno más, vuelve a correr. Velas negras, ahí está el barco. “Maestre Marcel, espero que el retraso haya valido la pena”. “Pues, esto… capitana Surcouf, todavía queda algo de ron en la botella, ¿quiere?”, un atisbo de sonrisa cómplice. Luego, “¡Andando perros de mar!, ¡leven anclas!, ¡el maestre Marcel se ofreció limpiar las cubiertas la próxima media quincena!, !icen velas¡, ¡Fijen curso a la puerta de los titanes, tenemos una carga que entregar!.
Atrás en Grillete y sus inacabables “-clink-” queda el barro, los gritos y la sangre. No existe tal cosa como la nostalgia de volver a casa, o la certeza de que alguien espera. Lo único cierto es que las vidas son miserables allá en la costa, que si haces valer las monedas que pagaron por ti, hay al menos comida. Que si tienes una lanza en la mejilla tu sufrimiento va a terminar antes. Que si tienes una moneda marcada, más te vale ser bueno con las manos u olvídate de conservar los dedos. Si en cambio tienes el remo, no debes cansarte porque el látigo te alcanza. Son raros los que tienen runas marcadas, y parece que los tratan mejor. Y si naciste mujer te marcarán las lágrimas que no vas a poder llorar. En esa costa todos nacen y mueren haciendo lo que les ordenan, un día tras otro, haciendo lo mismo hasta que el cuerpo se pudre y la mente se enferma.
Tengo solo una marca en la mejilla derecha, para que nunca olvide de donde vengo, la capitana dice que de algún modo mi madre robó el precio de mi libertad, que me entregó en sus brazos con relucientes monedas de oro para que pagara. La capitana conmovida tal vez, accedió. Diez monedas de oro, regatear como quien no le interesa, un guiño, otro guiño y un único “-clink-”, el muchacho es libre. La madre solloza, la capitana suspira, el traficante hace dinero. Luego el calor, el hierro, el dolor, un grito, un llanto, unos grilletes de fuego quemando la piel. Nadie deja la Costa Tintineante sin pagar el precio.
Crecí como el hijo que no pudo tener. Le debo mucho a la señorita Anne, definitivamente fue algo más que suerte. Gracias a ella, yo no hago “-clink-” al andar, no tengo remos, lanzas, monedas, ni runas, ni lágrimas en la mejilla izquierda. Esa otra marca que si se graba en la piel le quita la fuerza al corazón, lo vuelve solo un músculo más, que ya no es capaz de luchar, que solo se resigna y obedece, que queda dominado, atado, condenado, que solo late para no morir. Es la marca que te contamina la mente, la que designa que vas a hacer el resto de tus días. Y sólo hay cinco de ellas y las todas ellas son crueldad, violencia, maltrato, sufrimiento y desesperación. Sin libertad, sin la oportunidad siquiera de elegir qué marca portar.
Pero te imaginas, imagina una marca en forma de timón, que le diga al mundo que naciste para el mar, para ver nuevas costas, para virar ocho grados o doce a estribor, para ver las congeladas aguas del norte o las cálidas islas del sur, una marca que te deje elegir en qué lugar despertar la mañana siguiente. Imagina esa mañana, un amanecer lento y perezoso, gaviotas graznando, un camarote, una mujer que no huela a “son veinte monedas de plata”, una cama que no huela a madera podrida. Una mañana sin máscara, sin preguntas y sin explicaciones. Una mañana respirando mar, respirando brisa, respirando azul profundo y nubes claras. Una mañana que suene a viento, a olas, a sol en la cara, a “vuelve a la cama, querido”. Una mañana que no suene a tragedia, una mañana que no suene a “ -clink-, -clink-, -clink-”.
Soy Marcel Surcouf y quiero decirle al mundo que algún día tendré la mañana que tanto sueño.
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